
Mi reflejo en los caballos
Nada de lo que hoy me ocupa y motiva del coaching con caballos, tendría lugar de no haber sido por lo que yo misma experimenté en su día de la mano de estas criaturas y los aprendizajes que estar con ellas y observarlas me proporcionaron. Por esa razón hoy siento el impulso de compartir con la gente lo que aquello significó.
Aunque han pasado ya algunos años desde la primera vez que asistí a un taller vivencial con caballos, todavía recuerdo vívidamente momentos muy especiales que compartí con aquellos sensibles animales. El plan de pasar un día en la naturaleza me tenía entusiasmada pero en realidad, acudía sin expectativas definidas con respecto al taller, salvo la motivación de conocerme más a mí misma y acercarme a los caballos desde otro lugar que no fuera montando.
No tenía ni la menor idea de que lo que allí viviría y las escenas que vería, calarían tan hondo en mi ser. Tampoco imaginaba que ciertas observaciones y reflexiones que surgieron durante aquella jornada, no me abandonarían jamás y volverían a mí para aportarme luz en momentos de la vida de gran penumbra.
El día transcurrió básicamente interactuando con los caballos. Inicialmente nos introdujimos en la manada para hacer una primera toma de contacto con ellos y luego fueron surgiendo los ejercicios y juegos vis a vis con el caballo dentro de una pista. A través de las tareas encomendadas por el facilitador y las reacciones del animal mientras las llevábamos a cabo, se iban poniendo de manifiesto rasgos de nuestra personalidad, formas habituales de afrontar situaciones, tendencias en las relaciones con otros, patrones repetitivos de conducta y un largo etcétera que iba desmenuzando cuidadosamente la persona que guiaba el taller, para nuestra mayor comprensión.
A lo largo de aquellas horas que parecieron volar del puro disfrute que entrañaron, vi y sobretodo comprendí, aspectos reveladores de mí, mi mundo y mis relaciones. Fue como si me hubieran abierto los ojos de par en par, donde antes sólo andaban entornados. Estaba allí para crecer, para madurar, para aprender a vivir mejor y sufrir menos así que bajé barreras, abrí el corazón y me dispuse a recibir lo que ellos me quisieron mostrar en aquel primer encuentro al que inevitablemente seguirían muchos más.

Al acabar aquel día y ponernos juntos a reflexionar y comentar, había algo en lo que todos coincidían: mi expresión había cambiado, desprendía un brillo que no traía por la mañana. Yo recuerdo que me era imposible borrar la sonrisa de mi rostro, una sonrisa que emergía de algún lugar muy profundo… De hecho, se parecía mucho a lo que uno siente cuando se enamora, me invadía una sensación de liviandad y plenitud que me duraría varios días.
Puede que no fuera exactamente un flechazo lo que surgió ese día, pero sí una reconciliación compasiva con una nueva versión de mí que incluía también los aspectos menos bonitos, no tan queridos, aquellos de los que no estamos orgullosos y que sin querer, rechazamos o nuestro inconsciente se empeña en esconder. Empecé a reconocer y a acoger a un yo más real, más auténtico; aprendí a detectar mis zonas vulnerables y mis estrategias para ocultarlas.
Si los caballos no me hubieran hecho de espejo como lo hicieron y sin aprender a volcar el foco de mi atención hacia dentro, me hubiera sido muy complicado comenzar a modificar lo que requería ser modificado, cambiar el modo de mirar la vida o iniciar las transformaciones que hoy siguen en marcha en mí. A los caballos les debo grandes tomas de conciencia que han sido claves para poder evolucionar y avanzar en el camino hacia la felicidad.
